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sábado, 21 junio, 2025
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Columna de Opinión

Riesgo suicida en la universidad: una urgencia silenciosa que no podemos seguir postergando

"El suicidio ya es la segunda causa de muerte entre personas de 15 a 29 años, precisamente la etapa en que la mayoría transita por la educación superior", Dr. Rodrigo Alejandro Ardiles Irarrázabal, Académico Facultad de Ciencias de la Salud UA

En los últimos años, se ha vuelto cada vez más evidente que la salud mental de los estudiantes universitarios en Chile atraviesa por un momento crítico. No se trata de una percepción exagerada o alarmista, sino de una realidad respaldada por datos, experiencias cotidianas y, lamentablemente, por casos concretos de jóvenes que han puesto fin a su vida. El suicidio ya es la segunda causa de muerte entre personas de 15 a 29 años, precisamente la etapa en que la mayoría transita por la educación superior.

La universidad, que para muchos representa un espacio de realización personal y profesional, también puede transformarse en un entorno de alta exigencia, presión constante, aislamiento y angustia. Antes de la pandemia, ya existían señales preocupantes. Una encuesta nacional de 2019 reveló niveles elevados de depresión, ansiedad y estrés entre los estudiantes. Sin embargo, tras el confinamiento, estas cifras se han agudizado, afectando sobre todo a quienes están en las carreras de la salud, donde las exigencias académicas, las prácticas clínicas en contextos adversos y la escasa contención emocional han generado un cóctel difícil de sobrellevar.

No es extraño escuchar a estudiantes de estas disciplinas narrar jornadas extensas en hospitales o centros asistenciales, enfrentando realidades duras y, al mismo tiempo, lidiando con la presión académica y la falta de apoyo adecuado. A ello se suma la poca formación pedagógica de algunos supervisores o docentes, quienes, sin quererlo, reproducen lógicas que aumentan la carga emocional en vez de aliviarla. La falta de preparación para enfrentar las dimensiones emocionales, sociales y espirituales de los pacientes termina siendo también una carga para quienes están aún en proceso de formación.

En este contexto, la inteligencia emocional (IE) aparece como una herramienta fundamental. No solo permite a los estudiantes identificar, comprender y gestionar sus emociones, sino que también fortalece habilidades sociales, la empatía y la capacidad para tomar decisiones adecuadas bajo presión. Diversos estudios muestran que quienes desarrollan una mayor IE presentan mejores indicadores de bienestar, menores niveles de estrés y mayor satisfacción personal y profesional.

Ante esta situación, urge que las instituciones educativas, pero también el Estado, asuman un rol más activo y comprometido. Las políticas públicas deben avanzar hacia la incorporación sistemática de estrategias de promoción de la salud mental y la educación emocional desde la infancia y durante todo el ciclo educativo. No basta con reaccionar ante las crisis; se requiere prevención, contención y formación.

En el caso de las universidades, la implementación de talleres permanentes de regulación emocional, espacios de diálogo y acompañamiento psicológico accesible y de calidad no puede seguir siendo una excepción o un lujo. Es una necesidad urgente si queremos que nuestros jóvenes estudien, se desarrollen y proyecten una vida plena.

Prevenir el sufrimiento psicológico, reducir el uso de psicofármacos, el consumo problemático de drogas y alcohol, y evitar nuevas tragedias no es solo una responsabilidad institucional: es una tarea ética y colectiva. Estamos llamados a construir entornos más humanos, conscientes de que detrás de cada matrícula, cada asistencia a clases y cada examen aprobado, hay una historia, una emoción y una vida que merece ser cuidada.

 

 

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