De la salud mental se habla poco y tangencialmente en nuestra sociedad. A menudo con una carga negativa o estigma. Es un área de la sanidad invisibilizada y poco priorizada en las políticas públicas, aun cuando está muy presente en la vida de las personas. Ahora con la pandemia y su crisis socioeconómica asociada, estamos mirándola, por primera vez, de frente.
En menos de dos años hemos vivido cambios profundos y desestabilizadores, experimentado incertidumbre, en medio del derrumbe de muchos de los pilares de la sociedad en los que creíamos. A ello, se han sumado las preocupaciones por la cesantía y falta de ingresos, el temor a la enfermedad, el encierro, la pérdida de seres queridos e incluso la propia muerte.
Ha sido un tiempo en que los sentimientos de agobio, angustia, ansiedad, estrés, insomnio y depresión, han acompañado nuestro día a día, pero los hemos vivido de forma diferenciada hombres y mujeres.
De hecho, ser mujer es un determinante de riesgo para la salud mental. En ellas confluyen una serie de factores de desigualdad estructurales que las hacen experimentar mayores desventajas y vulnerabilidad. Es una historia de fortaleza y debilidad. Porque, al mismo tiempo que las mujeres se han convertido en la primera línea de esta pandemia, una especie de amortiguadores frente a la crisis, también han recibido el más duro golpe a sus oportunidades y perspectivas, ante la crisis de los cuidados, que las ha obligado a optar por buscar trabajo o quedarse en casa, en un nocivo juego de suma cero.
Es cierto que muchas de las brechas estaban presentes antes de la pandemia: la sobrecarga de trabajo (la suma del remunerado y no remunerado), la casi exclusividad en el rol de cuidadoras y la falta de corresponsabilidad en estas tareas, los obstáculos para insertarse y permanecer en el mercado laboral, las condiciones de empleabilidad desiguales que se traducen en brecha salarial y menos oportunidades de desarrollo y promoción y la permanente violencia simbólica, estructural y física. Este largo periodo de cuarentenas y confinamiento las ha agudizado y eso tiene un efecto directo en su bienestar y salud física y psíquica.
La última encuesta Bicentenario da cuenta que las mujeres, especialmente las que tienen hijos e hijas pequeñas y personas dependientes a cargo, son las más afectadas por estrés. El Termómetro de la Salud Mental en Chile, realizado por ACHS y UC (noviembre, 2020), indica que el 30,1% de las mujeres y el 23,3% de los hombres, reconocen problemas de salud mental, cifra que se incrementa al preguntar sobre síntomas de depresión, siendo un 47,3% en ellas y un 28,2% en ellos. La percepción de soledad también es mayor en las mujeres (23% versus 17%), un sentimiento que no solo refiere al no estar en compañía, sino a no contar con alguien con quien compartir responsabilidades, tareas, sentimientos, escuchas y decires.
La pobreza del tiempo es otro asunto que las impacta fuertemente. El 53% de las mujeres que trabajan remunerada y no remuneradamente —en labores domésticas y de cuidado—, no tiene ninguna hora para destinar al ocio personal y sus jornadas superan con creces las 48 horas que la OIT considera en el límite aceptable. En tanto, un 36% de los hombres está en esta situación, según la Fundación Sol. La llamada carga global de trabajo está en un punto crítico y eso significa, en la práctica, no dormir las horas que se requieren, no descansar lo suficiente ni tener tiempo libre para actividades de recreación u ocio, todas acciones indispensables para el ser humano y prohibitivas para muchas mujeres. Esto las enferma y deteriora su calidad de vida.
Es posible que las cifras de estrés y depresión vayan disminuyendo en la medida que la pandemia sea superada y nos vayamos adaptando a la realidad de la “nueva normalidad”. Pero, no nos engañemos, falta mucho para superar las desigualdades estructurales de género y para enfrentar la salud mental como un problema de salud pública. Como país, debemos impulsar políticas integrales y de calidad que se hagan cargo de esta problemática, entendiendo por qué afecta más a las mujeres. Esto, obviamente, supone recursos adicionales. Hasta ahora se destina a esta área alrededor de un 2% del presupuesto en salud, muy distante al 6% que se había definido en el Plan Nacional de Salud Mental 2017-2025 del MINSAL y del promedio gastado por los países de la OCDE. Por ejemplo, países como Australia destina el 9,6% y Suecia y Nueva Zelanda el 11%.
Esta pandemia es la situación más extrema que nos ha tocado vivir en las últimas décadas y ya hemos visto cómo mantiene y acrecienta las condiciones de desigualdad estructural en países como el nuestro. Superarla significa pensar distinto, poner a las personas por delante y las prioridades de reactivación en los grupos más afectados y en desventaja. Las mujeres en ese contexto son parte de la solución, porque ninguna recuperación será posible si no son incorporadas plenamente, poniendo en valor su rol social, político y económico. En el presente y en el futuro de nuestra sociedad, las mujeres importan y son claves para un pacto social duradero y sostenible.