Carolina Tohá perdió. Así de simple. Y con ella, perdió también la última ilusión de que el socialismo democrático tenía un lugar real en el proyecto oficialista. No hay sorpresas. Solo queda la confirmación de una alianza desigual, una relación forzada entre generaciones políticas que nunca compartieron más que la urgencia de seguir gobernando después de la derrota del apruebo.
¿Por qué Tohá fue ministra del Interior? ¿Fue un gesto de responsabilidad, de convicción, de compromiso con Chile? ¿O fue simplemente una apuesta personal, un intento por volver al centro del tablero desde la vitrina de La Moneda? La historia no juzga intenciones, solo resultados. Y el resultado es brutal: la misma coalición que la puso en primera línea no la apoyó y sin pudor la criticó por su rol en interior.
Durante más de un año, prestó su capital político (o lo que quedaba de él) a un gobierno que no era suyo. Soportó las crisis, dio la cara, limpió el desorden ajeno, mientras los verdaderos dueños del proyecto gobernaban con dudas desde los bordes. Tohá intentó mostrarse como puente, pero fue usada como escudo. Y cuando llegó el momento de medir fuerzas, no fingieron reciprocidad ni menos agradecimiento.
Pero esta columna no trata solo de ella. Su derrota simboliza algo más profundo: el fin de un ciclo que se negaba a morir, el último acto de una centroizquierda que creyó (ilusamente) que podía reciclarse en esta nueva generación sin ser devorada por ella.
Porque seamos francos: el socialismo democrático aceptó entrar al gobierno no por convicción, sino por supervivencia. Cedió lugares, moderó agendas, ofreció nombres con experiencia. ¿Y qué ganó a cambio? Un poco de oxígeno al principio… y luego, el tiro de gracia. La izquierda del 90 aceptó ser la rueda de repuesto de un proyecto que nunca la respetó. Y en ese intento por mantenerse vigente, terminó apagando el último farol del legado concertacionista.
Tras el fracaso del Apruebo en 2022, fue Tohá junto al socialismo democrático quien se mostró dispuesta a colaborar. A poner orden. A intentar revivir la socialdemocracia en medio del naufragio institucional. Pero esa voluntad se topó con una realidad brutal: fueron aceptados como acompañantes de la mesa del poder… pero jamás para elegir el menú. El Frente Amplio los necesitó para estabilizar, no para influir. Para calmar, no para decidir.
Hoy, tras esta derrota, es legítimo preguntarse si la participación del socialismo democrático en el gobierno fue un gesto de responsabilidad o un suicidio político a cámara lenta. ¿Ganó algo el progresismo clásico? ¿O simplemente legitimó el inicio de su propia extinción?
“Amiga, ahí no es (era)”, dice la cultura pop memera. Pero ahora resuena como sentencia política. No solo para Tohá. También para todos quienes creyeron que había espacio para negociar desde la historia. Porque esta izquierda parece no querer coaliciones: quiere hegemonía. Y la memoria de la transición, con todos sus matices, les incomoda tanto como la derecha.
Y sí, la política es así. Cruel, funcional, ingrata. No se vota por servicios prestados, ni se premia la moderación. El resultado del domingo dejó dos señales claras: el tercer de Winter y el triunfo de Jara. Winter representa el hastío con el tono institucional del propio Boric. La otra, la reafirmación de una izquierda que se reconoce en su identidad dura, no en sus intentos de acuerdo.
Muchos de esos votos que Tohá no consiguió, se fueron con Jara como una forma de decir: no queremos puentes, queremos tribu.
Así que sí, amiga. Ahí no era.
Y tal vez nunca fue.
No era el espacio, ni el momento, ni los socios.
Y ahora que todo está más claro, quizás es tiempo de que la centroizquierda deje de actuar como aliada de un proyecto que ya la enterró. Porque si algo quedó demostrado este domingo, es que cuando se entrega todo para sobrevivir, a veces lo único que se consigue… es desaparecer.