No está en discusión que el plebiscito que se desarrolló en el país y en el que se impuso la opción por rechazar la propuesta de nueva Constitución, constituirá uno de los momentos más importantes de nuestra historia política-constitucional, al cerrar el proceso constituyente iniciado el año 2020 y cuyo producto no logró convencer a la ciudadanía para efecto de dar paso a materialización de las transformaciones y demandas sociales impulsadas por las movilizaciones desarrolladas en las últimas décadas, del estallido social del 2019 y del contundente resultado del plebiscito de entrada en el que el pueblo optó por querer contar con una nueva Constitución.
Aquellos elementos son representativos del cambio de paradigma que ha tenido lugar en nuestro país y que no puede ser desconocido, de cara a la interpretación de los resultados del referéndum de ayer. Hacer lo contrario, intentando legitimar el modelo de sociedad configurado a propósito de las bases contenidas en el texto constitucional que formalmente debe seguir rigiendo, claramente no contribuirá a solucionar la actual crisis política y social que ha estado determinada por el intenso clamor popular que seguirá estando presente, en la medida en que no se verifique un cambio de la estructura de poder en la que se refugian los problemas asociados al sistema de derechos, al ejercicio limitado de la democracia y la forma de hacer política. En este sentido, independiente del rechazo de la propuesta de nueva Constitución, Chile cambió y su pueblo no es y no será el mismo de aquel que existía hasta antes del estallido social.
En efecto, existe consciencia popular acerca de los problemas estructurales que nos aquejan y de la incidencia que en estos cumple la institucionalidad vigente. De la misma forma, hemos alcanzado un mayor grado de acercamiento con la práctica política, al participar de ella, a tal punto de sentirnos actores relevantes de la misma.
En tal circunstancia, esos factores forman parte de nuestra realidad. Por lo mismo, el momento de transformación continuará y lo importante pasará por decidir acerca del contenido de una Constitución que nos identifique y en la que podamos depositar nuestras confianzas y esperanzas. Para esto, un proceso constituyente cuyo poder quede radicado en un órgano de representación popular capaz de favorecer el agenciamiento político de los pueblos, siempre será una opción legítima y democrática, al configurarse como un suceso clave y refundacional, conducente a transformar y superar la actual estructura de poder a la que se asocian las causas de la crisis.
Por su parte, la decisión en torno a un futuro cambio constitucional, continuará siendo una decisión política acerca de la forma en cómo se deba ejercer el poder, debiendo optar por aquella que mejor se adapte y ajuste al principio democrático y al de soberanía popular. Así, aquellos elementos serán los que permitirán dotar de legitimidad a un nuevo orden constitucional, representados por una carta fundamental que, en palabras de Peter Häberle, sea entendida como “…una expresión de un estado de desarrollo cultural, un medio de autorepresentación del pueblo, un espejo de su herencia culturaly un fundamento de nuevas esperanzas” (Häberle, Peter, “La Constitución como cultura”, p. 194). En definitiva, será en la espera de una nueva Constitución y en la generación de nuevas formas de ejercicio del poder, el que explicará seguir llevando a cabo dicho proceso desde las bases, para que sea el pueblo en su calidad de titular del poder constituyente el que decida en torno al contenido de un eventual nuevo pacto constitucional.
