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martes, 23 abril, 2024
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Columna de opinión

Empoderamiento, cuerpo y belleza en tiempos de pandemia

"Los discursos públicos sobre la aceptación de la diversidad corporal en la cultura popular sin duda son necesarios y fundamentales", Marcela Mercado, gestora cultural.

La Pandemia planetaria trajo consigo no sólo una crisis sanitaria severa debido al Covid 19, sino que como efecto colateral, producto del extenso confinamiento y la ansiedad a la que nos vimos sometidos, alzas de peso importantes en las personas, lo que ha sido no ha sido enfrentado desde el punto de vista de salud pública debido a los altos índice de obesidad, y, por otra parte, una cierta desesperación en adultos, no tan vinculado al estado de salud, sino en lo que se refiere a la apariencia personal.

En los últimos años el discurso de la positividad corporal ha cobrado un lugar protagónico en las narrativas públicas de la cultura. Por ejemplo, encontramos cada vez con más frecuencia imágenes publicitarias que incluyen lo que se denomina diversidad corporal, es decir, cuerpos que expresan un registro variado de tonalidades de piel, de rasgos étnicos, y también de peso corporal. A primera vista, estas imágenes buscan promover representaciones corporales positivas que den cuenta y hagan lugar a la diferencia de tamaño como algo natural y posible.

Se trata de un lenguaje que, en nombre del amor propio, nos invita a aceptarnos por lo que somos,  aceptando nuestras diferencias corporales y nos empuja a creer que nuestra belleza es legítima. Nos dice que podemos ser felices con lo que somos y tenemos, nos urge a empoderarnos: nos quiere fuertes, visibles, sin vergüenza y ante todo, valientes.  Hasta ahí, casi todo perfecto. Pero existe un grado de crueldad en ese optimismo corporal, porque se trata de una promesa que funciona a la perfección con el discurso terapéutico que sostiene la política neoliberal, que busca evadir el dolor a través del consumo, que nos empuja a buscar de nosotros mismos una imagen sin marcas, sin grietas, sin fallas y sin angustia. Un tipo de crueldad que termina suavizando, con las narrativas del amor propio, una historia sistemática de discriminación: al final del día, lo que importa no es el daño estructural que se deposita sobre nuestras subjetividades por ser personas gordas, sino cómo somos capaces de manejar esa violencia que recibimos sobre nuestros cuerpos de modo tal que no nos afecte, para que no sea visible, para que no sea pública. Es la responsabilidad sobre nuestros sentimientos y nuestra propia voluntad de resistencia la que determina el éxito o el fracaso de nuestro rendimiento social, es decir, si conseguimos o no un trabajo, si conseguimos o no ser atendidos con respeto por un médico, si conseguimos o no  que nos deseen. Esa solución lleva como nombre “amor propio”, pero no se trata más que de otra forma de silenciar románticamente el maltrato desigual que experimentan algunos cuerpos más que otros, aplanando obstinadamente la diferencia para comercializar emocionalmente ficciones de igualdad que nunca llegan.

La narrativa que nos comparten personajes públicos de la cultura popular, quizás con buenas intenciones, mensajes optimistas de cómo la experiencia del rechazo que experimentan a diario miles de mujeres jóvenes por el color de su piel, por la escasez de sus recursos, por el tamaño y la forma de sus cuerpos gordos, podría solucionarse si tan solo ellas se amaran a sí mismas, básicamente les están comunicando que todo aquello que sienten es su responsabilidad y no un problema derivado de la maquinaria económica. Nos hacen creer que la dolorosa incomodidad que producen las marcas de una violenta economía que objetualiza sus cuerpos y utiliza la crueldad para educarlas en la desigualdad, en la vergüenza y en la fetichización de la delgadez como un sueño de normalidad,  depende individualmente de su capacidad de “amarse”, de nuestra propia capacidad de mirarnos al espejo y decir: soy hermosa, a pesar de todo. Entonces, el dolor que experimentan, en lugar de ser explicado como el resultado de un proceso histórico complejo que utiliza la estigmatización y la patologización sobre la gordura como un modo de producción forzosa de normalidad a través del consumo, se convierte en una responsabilidad individual que depende de nuestra voluntad, de nuestro esfuerzo y de nuestro buen o mal rendimiento como persona. Entonces, todo se vuelve su culpa, se vuelve vergüenza, se vuelve soledad, se vuelve más dolor.

Los discursos públicos sobre la aceptación de la diversidad corporal en la cultura popular sin duda son necesarios y fundamentales. Cumplen una función importante en la apertura de interrogantes mientras que distribuyen imágenes que acercan validación y confianza en personas que hasta el momento no se habían encontrado representadas como posibles. Por eso es que no pretendo escribir en contra del amor propio, pero sí afirmar que no es suficiente. Lo que necesitamos es que dichos discursos públicos, en el que muchísimas niñas y mujeres jóvenes encuentran referencia, diversión e identificación,  no promuevan más esa versión liberal del empoderamiento que se vuelve revictimizante. Necesitamos, en su lugar, que existan otras nuevas imágenes, que pongan en valor la vulnerabilidad de esos cuerpos que son expulsados por ser diferentes, para que puedan reconocerse en su dificultad, ser comprendidos en su dolor, ser escuchados en sus reclamos y finalmente usar esa incomodidad para recordarnos que la promesa de aprender a vivir libremente con nuestros cuerpos es un trabajo político arduo, radical, ambicioso, que no se hace en soledad, sino colectivamente, y cuya belleza es verdaderamente hermosa.

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