El tesoro de José Palma Bustamante está esparcido en lo que en algún momento fue un proyecto de casa y hoy es un enorme patio expuesto al sol, dividido en pilares y muros de bloqueta a medio terminar. Cientos -si no miles, es muy probable- de libros, revistas, folletos, una ruma interminable de diarios y sobre todo, cuadernos.
Nada se ve desde fuera. Apenas hay un pequeño pasillo para caminar el trecho entre el portón de latón hasta el interior de su mediagua en la Villa Esmeralda, espacio que se subdivide en otros pasillos apenas visibles, donde puede acceder a un mundo de conocimiento que perfectamente podría caber en un pendrive, pero que José Palma decidió ordenar en bolsas. Si necesita saber un dato sobre el canto gregoriano, la forma de vida de los tehuelches o la evolución de los dinosaurios, el hombre va y busca el cuaderno con la información que apuntó en alguna de las actividades culturales que se hacen en la ciudad y que Palma viene siguiendo religiosamente desde hace dos décadas.
A los 62 años, José Palma se pregunta qué va a pasar con estos diez metros cuadrados de conocimiento cuando él ya no esté. Seguramente, piensa, va a aparecer un pariente lejanísimo a reclamar la casa y va a terminar botando todo al fuego. Palma fue hijo único, no dejó descendencia y sus padres fallecieron hace décadas. Si buscáramos algún lazo sanguíneo, habría que remitirse a posibles parientes en Bolivia -de donde llegó su papá- o en Contulmo, en el sur. Pero él no los conoce y difícilmente lo va a hacer porque, dice, qué saca con ir allá. A qué, de partida.
Solo es él. Él y sus libros.
-Se termina el hombre y se termina todo- dice serio.
La casa quebrada
En el círculo artístico de Antofagasta, José Palma es conocido como el reportero cultural. Cada exposición, obra o actividad relacionada a las artes que se realice aquí, tendrá la segura presencia de don Pepe, como le llaman. El silencio con el que va anotando cada detalle de lo que ocurra se contrasta con la estruendosa risa que saca de tanto en tanto cuando se conversa con él. Sus cuadernos son un montón de información de letras y dibujos que después guarda en el enorme laberinto de su casa y al que recurre cuando requiere algún dato.
– Desde hace años que se le ve con muchos libros y cuadernos yendo a su casa, y cuando comencé a habituar más el espacio cultural lo fui conociendo mejor- recuerda el fotógrafo Luciano Paiva, vecino de la Villa Esmeralda.
Con los años, las instituciones comenzaron a reconocer formalmente a su cliente más habitual y lo han homenajeado. El año pasado, la Corporación Cultural de Antofagasta le entregó un galvano y marcó un asiento del Teatro Municipal con su nombre para que él pueda ingresar a todo lo que desee, y así poder seguir escribiendo en sus hojas. El objetivo, dijo entonces Erik Portilla, secretario ejecutivo de la CCA, era reconocer a “nuestro patrimonio inmaterial en vida”.
El reportero cultural se acuesta en el pequeño espacio que le deja la ropa y cuadernos que apiló dentro de su casa de material ligero donde ya no cabe nada más. No hay una puerta y el costado derecho se quebró a la mitad. Quizás la casa no se ha caído entera porque el alto de libros afuera de la vivienda hace de contrapeso. “La cultura me partió la casa”, dijo hace unos años a “La Estrella”.
No solo hay libros. Afuera, colgadas como si fuera ropa mojada, hay decenas de bolsas apiladas por si acaso. Los tenedores y cuchillos de plástico de los almuerzos que el mundo cultural le compra están también ordenados. Si Palma no se hubiese transformado en una celebridad en el círculo artístico, probablemente habría sido parte de las tristemente célebres pautas de prensa municipales en las que vecinos con mal de Diógenes eran rescatados desde el montón de basura en la que vivían, rodeados de arañas y ratones, con el camión botando años de recuerdos a una batea sucia y al lado, la autoridad posando en las fotos.
–Yo soy contador general, llegué hasta el Liceo Comercial. Con todos los robos que han habido aquí, quizás salieron los títulos- cuenta Palma, apoyado en el muro, antes de buscar un pequeño cuaderno verde con forro amarillo, con su nombre y la frase “Ciencias Sociales” anotado a manuscrita. Dentro, hay mapas dibujados por él, con la cuidadosa demarcación de las regiones de Chile, sus lagos, ríos y volcanes más altos.
Era 1978. Se puede predecir porque dentro hay pegada una antigua boleta de Endesa a nombre de su papá, con los $102,06 que pagó don Justo Pastor Palma por el servicio eléctrico. Era el antiguo dueño de este trozo del pasaje Las Brisas. José lo define como una persona estricta, terrible a ratos. Fue quien se hizo cargo de él cuando su mamá, Olga, murió cuando José era un niño, aquejada de un cáncer que la hizo peregrinar por diversas ciudades hasta que terminó por vencerla.
Justo Pastor se hizo cargo. Él venía de Cochabamba y en Antofagasta consiguió un empleo de mueblista, quedándose para no volver.
-Era un hombre estricto, porque decía una cosa y si no, golpeaba. Maltrataba. Eran terribles los tiempos antiguos (…) Bueno, murió el hombre a los 44 años, el alcohol se lo llevó, la cirrosis hepática. El estar tomando todo el día ahí.
Al mismo tiempo, el futuro reportero cultural entraba al Instituto Comercial a estudiar contabilidad. Recuerda con precisión sus ramos: tributaria, contabilidad superior, problemas de la sociedad contemporánea…
-No me acuerdo de ningún compañero, porque están todos disgregados. No tenía amigos. Parece que no era tan amiguero.
- ¿Se quedaba callado?
-Sí.
- ¿No hablaba mucho?
-No hablaba mucho en clase.
- ¿Usted se considera retraído?
-A lo mejor, yo creo que tiene que ser así, usted vea.
Palma, el contador
La inscripción de José Palma es la 39.885 del registro general del Colegio de Contadores de Antofagasta, timbrada el 17 de marzo de 1981. Adjunto, el título de contador con el que salió del Liceo Comercial, un año antes. Una foto en blanco y negro guarda registro de su época de profesional: mirada serena, camisa blanca, chaqueta oscura. El mismo sencillo estilo de vestir que también es parte de su sello cuando se le ve por las calles.
Ya entonces, dice David Ahumada, funcionario del Colegio por más de cuatro décadas, el joven tenía afición por aprenderlo todo.
-Cuando se dictaban cursos o charlas, él asistía aquí al colegio a esas charlas (..) Acá se hacía algún cóctel, a veces hasta almuerzo, alguna cosita. Yo siempre trataba de invitarlo porque siempre andaba solito. Y por lo que sé, no tiene mayor familia.
No la tiene desde que a mediados de los 2000 murió la única persona con la que vivía, su abuela Aurora. Desde entonces, solo quedó él y sus libros. Una parte del terreno familiar se arrendó y forma una vivienda independiente cuya salida está al otro costado de la calle. De ahí salen los 50 mil pesos que suman a su presupuesto mensual. El resto son personas que le dan uno que otro exiguo billete, o la comunidad artística que se organizó para comprarle almuerzos, los mismos cuyos envases terminan secándose al sol a la espera de, quizás, utilizarse. Por si acaso.
Volviendo a principios de los ochenta, de contador ejerció poco. Recuerda que auxiliar de oficina en Eduss, que la recesión lo obligó a trabajar en el PEM y en el POJH, planes de trabajo de la dictadura militar destinados a absorber el dramático desempleo que no bajaba de los dos dígitos. El aún no escritor ayudaba al maestro en hacer la mezcla. No eran muchas lucas, pero servía.
Pasaron los años y David Ahumada se topó al antiguo colegiado con un uniforme en el supermercado, trabajo que lo acompañaría varios años.
-Lo vi después ya un poco más deteriorado pero integresado en el colegio, lo ví de guardia en el Lider. Después ya no lo vi trabajando ya. Lo que sí es que él se interesaba mucho en la parte cultural.
Palma, el reportero
-Este oficio de registrarlo todo lo asumió como un estilo de vida después de la muerte de su madre. Eso lo perjudicó emocionalmente- escribe Carla Corrales, gestora cultural y amiga de Palma desde casi una década. -No sé si hay un diagnóstico formal, pero tiene todas las características de un síndrome de Diógenes.
En entrevistas, el reportero cultural dice que comenzó su etapa de cronista se dio por casualidad a principios de los 2000. Cuenta que la radio Canal 95 se instaló en el Balneario Municipal a transmitir en vivo, y Runamayo, un grupo de danzas bolivianas, se presentaba en directo. José Palma Bustamante, ex contador, ex empleado del PEM, se transformaba ahí en ex guardia. Lo dejó todo para comenzar a anotar y anotar y anotar.
-De ahí yo dejo de trabajar, tuve que renunciar de guardia. Porque también me aburre todo esto, me puse a lo que más me gusta, escribir. Se pasan unas estrecheces ahí… pero ahí tu ves que aunque tú sufras, es lo que te gusta. No es que estás obligado en un contrato, que a veces al hombre lo tienen ahí y trabaja pero no le gusta, está obligado ahí. Hay un contrato, tiene que cumplir ese hombre. ¡Eso no es trabajo, es una esclavitud!. Nadie me obliga aquí, ve.
-No hay tema que no sea interesante para José- recalca Carla Corrales, que ha leído en los cuadernos desde estrategias de fútbol hasta el listado completo de los Papas.
José Palma se apunta la cabeza con un dedo y recuerda que hay un cuaderno sobre música clásica que tiene guardado. “Tengo que prepararme”, dice repetidamente aunque sin especificar para qué. Se mete entre los pequeños espacios de tierra que siguen quedando sin estar cubierto por alguna bolsa con revistas o diarios, y encuentra el documento. Dentro, recortes de prensa, dibujos, anotaciones.
El conocimiento es infinito, y el coleccionista de datos no se pregunta si habrá o no espacio en la casa para continuar acumulando información, porque aún queda patio donde guardar. Consigue el diario, revisa si hay alguna actividad cultural para llevar su cuaderno y sale a la calle a tomar nota de cada detalle posible en el centenar de hojas con la apretada caligrafía que no ha cambiado en décadas. José Palma, el reportero cultural, se apoya en el muro de la casa que ya se resignó a no terminar nunca y mira su tesoro envuelto en bolsas de nylon.
-Hay gente que tiene que valorar esto.