A principio de 1874 se inauguró el Cementerio General de Antofagasta, el que luego de varias y sucesivas discusiones, se declaró laico por la Municipalidad y se abrió a la comunidad sin distinciones religiosas. Al principio, tuvo como cierre una reja de madera blanca y, posteriormente, la Junta de Beneficencia lo modernizó y la Colonia China proporcionó el portal del frontis y la escalinata, que se convirtió en su característica, el año 1910, durante la celebración del Centenario de la Independencia de Chile.
La historia de nuestro Cementerio General está cruzado por variados aportes de la sociedad antofagastina, destacando, el de la Sociedad de Obreras, Instrucción y socorros Mutuos N° 1, fundada el 14 de enero de 1894 que levantó no sólo el bello mausoleo color rosa, ubicado a la entrada, para que albergara a las socias que habían partido de esta vida, sino que también aportaron con la primera carroza, destinado al traslado de los restos mortales de quienes eran enterrados en dicho lugar. Ahí encontramos inscrito el nombre de nuestra Eloísa Zurita, destacada periodista, feminista y luchadora social, cuyos restos también descansan en el Cementerio, luego de una vida dedicada a la instrucción y defensa de mujeres y obreros.
La devoción con la que, como antofagastinos, visitamos a nuestros deudos es una tradición insoslayable. Podemos destacar el actual ejercicio testimonial de alto vuelo, que ha realizado por años, José Marcelo Orellana, el “Monje Custodio”, quien realiza labores administrativas en el camposanto y que se ha dedicado a escribir su historia, la de aquellos que allí descansan, realizando, además difusión de la memoria y el recuerdo, contenida en dicho lugar a través de tour diurnos y nocturnos que han sido ampliamente celebrados por la ciudadanía. Un ejercicio voluntario y amoroso, un trabajo de memoria que encuentra registrado en videos y redes sociales y que aportan a la conservación de nuestra identidad.
Para pensarlo, este fin de semana largo, de muertos y difuntos, mientras sobrevolamos el silencio de quienes ya partieron. Autores como Heidegger, Levinas, Maurice Blanchot y Derrida intentaron pensar la muerte desde esa imposibilidad de tomarla como un acontecimiento propio: nadie será testigo de su propia muerte, la muerte sólo se puede vivir desde la muerte del otro. En este sentido, el filósofo lituano Emmanuel Levinas sostuvo que “en lo referente a la existencia humana, la relación ética precede a toda propuesta ontológica. Esta relación está dada en términos de una infinita responsabilidad de otro que se me aparece como finito. El encuentro cara a cara con otro me revela, a través de su rostro, toda la vulnerabilidad de su ser, del cual soy responsable.” Levinas ya no parte de la conciencia de la propia muerte para pensar la conciencia humana y su sentido, sino del encuentro con la muerte del otro. El registro emocional más inmediato que tenemos, no es la angustia por la propia finitud, sino la emoción generada por la muerte de otro. La muerte, entonces, ya no será pensada como un paso a la nada que nos angustia, sino como la experiencia de quien sobrevive de aquello ante lo que no hay respuesta: otro que muere ante nosotros.
La literatura ha hecho su aporte para darle contexto a nuestra visita a nuestros deudos. Existe un género lloroso destinado a la experiencia de la muerte del otro: La Elegía. Podemos, pues, pasear por nuestro camposanto recordando los versos de la Elegía que escribió Ovidio a la muerte de Tibulo,“ Si en la belleza de tu canto fías/que ha de salvarte de la tumba helada/mira a Tibulo en la postrer morada/en urna breve, sus cenizas frías”.
